sábado, 27 de diciembre de 2014

El Yalekó


¿Qué es lo que hace que una casa tenga carácter? Más precisamente, ¿que nos hace ver una identidad en una casa? Quiero a mi casa como si fuera un ser vivo. La heredé de mis padres. Fue construida en 1951, en las sierras de Córdoba, por encargo de mi padre que por ese entonces cumplía cincuenta años y yo andaba por los seis, en un área alejada de la entonces pequeña Villa Carlos Paz. Sería la casa para las vacaciones de invierno. De los severos inviernos de esa época.
En mi recuerdo de aquellos años, la casa está fuertemente asociada al arroyo y mi fascinación por pescar en algún remanso. También con el frío. Hoy recuerdo cómo mis padres disfrutaban las breves estadías de una o dos semanas en los días más fríos del año.
Han pasado ya sesenta años desde entonces. Podría decir, para simplificar, que durante los primeros cinco años veníamos regularmente en los meses de julio. Esto corresponde a  mi infancia. Los años siguientes se alquilaba durante los veranos pero en invierno permanecía cerrada. En mis recuerdos no puedo hallar explicación para la pérdida de interés en esa rutina invernal. Volví a los veinte a pasar unos pocos días con tres amigos, esta vez en primavera. Volvió entonces a encantarme, pero no regresé en otros veinte años.
 Cuando mis padres murieron, la casa quedó en una sucesión que beneficiaba a mis dos hermanas y a mí. Fuimos vendiendo los bienes y el Yalekó, que así se llama la casa, quedó compartido como si fuera un último vínculo de la familia conformada por mis padres. Una de mis hermanas, que vivía y vive hoy en Olivos, suburbio de Buenos Aires, se ocupaba de su administración. Alquileres veraniegos, pagos de impuestos, etc. Mi otra hermana ya vivía desde hacía tiempo en Honolulu, también su actual lugar de residencia. Como con mi familia vivíamos en San Isidro, también un suburbio de Buenos Aires y preferíamos pasar los veranos en la costa, nunca nos interesamos por el Yalekó.

Fue en julio de 1983 que decidimos pasar un par de semanas en las sierras. Inexplicablemente no pensé en ocupar la casa. Fuimos a un hotel en Villa Gral. Belgrano. Casi por azar en un paseo, me propuse mostrarle la casa a mi esposa y a mis entonces tres niños y un bebé.
Con sólo verla, volví a sentir el entusiasmo de mis seis años de edad. Entramos al abandonado parque, lo recorrimos y sin poder entrar, ya que no tenía las llaves para acceder, fui indicándoles la disposición de los ambientes. No lo recuerdo con precisión pero estimo era un día espléndido, con mucho sol y el aire embebido en el aroma de los yuyos serranos. Algo que hoy, casi treinta años después, persiste, se puso en marcha en ese momento. Un encantamiento que compartíamos con mi esposa. Decidí ir el pueblo, buscar al martillero que se ocupaba de su administración, para pedirle las llaves y poder así ver la casa por dentro. Entrar y recorrerla operó en nosotros como un detonante. Rápidamente decidimos que con lo que dejaríamos de pagar en el hotel los diez días restantes de nuestras vacaciones, podríamos comprar la ropa de cama necesaria. También harían falta algunos utensilios de cocina y de limpieza, leña y bolsas de agua caliente.
Esa tarde volvimos al hotel de Villa Gral. Belgrano y como escusa para interrumpir la temporada pactada, argumentamos la salud del bebé. Dijimos que partiríamos para Buenos Aires por la mañana siguiente y así lo hicimos, pero con rumbo a Villa Carlos Paz. Ese mismo día compramos lo necesario, limpiamos la casa como pudimos y tuvimos nuestra primera noche en el Yalekó.
Desde entonces volvimos cuantas veces pudimos. En verano, invierno, primavera y otoño, el Yalekó nos recibió durante diez años.
Diez años durante los cuales fantaseábamos con instalarnos a vivir allí. Pensamos en comprar una farmacia, en instalar un lavadero, una casa de té.
Aún sin poder concretar el proyecto, encontramos colegio para los niños. Un buen colegio, recién mudado de La Cumbre.
Una expectable posición laboral en Buenos Aires, hacía difícil la migración.
Como las ocasiones llegan cuando se las busca, la oportunidad apareció una tarde en mi oficina. Debía negociar la renuncia de quien representaba a la empresa en la provincia de Córdoba. La negociación llevaba su buena media hora cuando comencé a pensar que esa posición que quedaba vacante era mi oportunidad buscada. Quince minutos antes de las seis de la tarde, hora en la que cerraba el correo, acompañé al renunciante a enviar el telegrama. Llevaba conmigo el cheque por el valor pactado, el que le entregué a las 17.55 hs, cuando firmo y entregó el telegrama al empleado del correo.
Volví a mi oficina. En menos de un minuto guardé todo lo que tenía sobre mi escritorio y salí rápidamente rumbo a casa. Me llevó diez minutos explicarle a mi esposa la idea y nos llevó nada, a ambos, decidir el cambio.
El día siguiente a las ocho de la mañana, estaba esperando al dueño de la empresa, mi jefe en el organigrama, para comentarle mi proyecto. Logré sorprenderlo con el cambio y la renuncia a una carrera laboral hasta ese momento por demás exitosa. Pasaría de ser directivo de una empresa con setecientos empleados, con múltiples responsabilidades, a ser Viajante. Su primera reacción fue dudar sobre la sensatez de la decisión. Unos minutos más tarde me felicitaba por el coraje de emprender una nueva vida y daba su bendición al cambio.
Debo reconocer que mi decisión tenía dos fuerzas motrices. Por un lado la concreción del proyecto de migración a las sierras y por otro el liberarme de la fenomenal presión que conllevaba mis responsabilidades en la empresa.
Tomamos la decisión el 30 de marzo de 1993. El 2 de abril volaba de Buenos Aires a Córdoba para comenzar con mis nuevas actividades.
-o-

El Yalekó tenía dos dormitorios, dependencias y garaje, sobre dos mil metros cuadrados de parque serrano. Una amplia galería circundaba parte del frente y un lateral. Con todo, era muy reducida comparada con nuestra casa de cuatro dormitorios en la que vivíamos hasta ese momento.
Fue entonces, creo hoy, cuando se produjo mi encantamiento con la casa. Dedicaba mucho tiempo a pensar cómo evolucionaría con el tiempo. Tal como lo harían mis hijos o yo mismo. La casa tenía identidad, carácter, vida.
Dos años más tarde las ideas generadas durante tantas horas dedicadas a concebir su desarrollo se convirtieron, reforma de por medio, en una ampliación del Yalekó. Así sin variar su estilo, su carácter se consolidó. Se agregó un gran dormitorio con su baño, una oficina para mis actividades y una sala de juegos que accede a un nivel inferior donde se construyó la pileta. Agrandada y refuncionalizada, satisfacía las necesidades de un matrimonio con tres hijos.
Pasó a ser otro Yalekó pero mantuvo su carácter. Fue como pasar de la infancia a la adolescencia.
Siento como si fuera un integrante más de la familia. Como si fuera la gran madre de la familia.
-o-

Quince años más tarde, un mayor desahogo económico me permitió concretar lo que creo es la etapa definitiva en su crecimiento. Horas de dibujo y proyecto detallado, me llevaron a incorporar la galería al ambiente principal de la casa. Ventanas de proporciones áuricas, cerramiento perimetral que dan una continuidad al estilo del frente, le dan un carácter maduro pero que deja ver los rasgos de su infancia en los años cincuenta. Hoy la casa es parte de la familia. Vivir en el Yalekó me hace percibir la continuidad de mi vida desde mi infancia. Con el Yalekó tenemos una relación de vida. Aquí confluyen recuerdos de mi infancia, de nuestros primeros años de matrimonio, de la infancia de mis hijos con las vivencias del comienzo de mi senectud. Somos compañeros. Tenemos un pacto de convivencia. Haber nacido casi simultáneamente y siendo generados ambos por mis padres, nos emparenta genéticamente. Pasa el tiempo y voy conociendo su carácter y su identidad.


Julio 2011

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