¿Qué es lo
que hace que una casa tenga carácter? Más precisamente, ¿que nos hace ver una
identidad en una casa? Quiero a mi casa como si fuera un ser vivo. La heredé de
mis padres. Fue construida en 1951, en las sierras de Córdoba, por encargo de
mi padre que por ese entonces cumplía cincuenta años y yo andaba por los seis,
en un área alejada de la entonces pequeña Villa Carlos Paz. Sería la casa para
las vacaciones de invierno. De los severos inviernos de esa época.
En mi
recuerdo de aquellos años, la casa está fuertemente asociada al arroyo y mi
fascinación por pescar en algún remanso. También con el frío. Hoy recuerdo cómo
mis padres disfrutaban las breves estadías de una o dos semanas en los días más
fríos del año.
Han pasado
ya sesenta años desde entonces. Podría decir, para simplificar, que durante los
primeros cinco años veníamos regularmente en los meses de julio. Esto
corresponde a mi infancia. Los años
siguientes se alquilaba durante los veranos pero en invierno permanecía cerrada.
En mis recuerdos no puedo hallar explicación para la pérdida de interés en esa
rutina invernal. Volví a los veinte a pasar unos pocos días con tres amigos,
esta vez en primavera. Volvió entonces a encantarme, pero no regresé en otros
veinte años.
Cuando mis padres murieron, la casa quedó en
una sucesión que beneficiaba a mis dos hermanas y a mí. Fuimos vendiendo los
bienes y el Yalekó, que así se llama la casa, quedó compartido como si fuera un
último vínculo de la familia conformada por mis padres. Una de mis hermanas,
que vivía y vive hoy en Olivos, suburbio de Buenos Aires, se ocupaba de su
administración. Alquileres veraniegos, pagos de impuestos, etc. Mi otra hermana
ya vivía desde hacía tiempo en Honolulu, también su actual lugar de residencia.
Como con mi familia vivíamos en San Isidro, también un suburbio de Buenos Aires
y preferíamos pasar los veranos en la costa, nunca nos interesamos por el
Yalekó.
Fue en julio
de 1983 que decidimos pasar un par de semanas en las sierras. Inexplicablemente
no pensé en ocupar la casa. Fuimos a un hotel en Villa Gral. Belgrano. Casi por
azar en un paseo, me propuse mostrarle la casa a mi esposa y a mis entonces
tres niños y un bebé.
Con sólo
verla, volví a sentir el entusiasmo de mis seis años de edad. Entramos al
abandonado parque, lo recorrimos y sin poder entrar, ya que no tenía las llaves
para acceder, fui indicándoles la disposición de los ambientes. No lo recuerdo
con precisión pero estimo era un día espléndido, con mucho sol y el aire
embebido en el aroma de los yuyos serranos. Algo que hoy, casi treinta años
después, persiste, se puso en marcha en ese momento. Un encantamiento que
compartíamos con mi esposa. Decidí ir el pueblo, buscar al martillero que se
ocupaba de su administración, para pedirle las llaves y poder así ver la casa
por dentro. Entrar y recorrerla operó en nosotros como un detonante.
Rápidamente decidimos que con lo que dejaríamos de pagar en el hotel los diez
días restantes de nuestras vacaciones, podríamos comprar la ropa de cama
necesaria. También harían falta algunos utensilios de cocina y de limpieza,
leña y bolsas de agua caliente.
Esa tarde
volvimos al hotel de Villa Gral. Belgrano y como escusa para interrumpir la
temporada pactada, argumentamos la salud del bebé. Dijimos que partiríamos para
Buenos Aires por la mañana siguiente y así lo hicimos, pero con rumbo a Villa
Carlos Paz. Ese mismo día compramos lo necesario, limpiamos la casa como
pudimos y tuvimos nuestra primera noche en el Yalekó.
Desde
entonces volvimos cuantas veces pudimos. En verano, invierno, primavera y
otoño, el Yalekó nos recibió durante diez años.
Diez años
durante los cuales fantaseábamos con instalarnos a vivir allí. Pensamos en
comprar una farmacia, en instalar un lavadero, una casa de té.
Aún sin
poder concretar el proyecto, encontramos colegio para los niños. Un buen
colegio, recién mudado de La Cumbre.
Una
expectable posición laboral en Buenos Aires, hacía difícil la migración.
Como las
ocasiones llegan cuando se las busca, la oportunidad apareció una tarde en mi
oficina. Debía negociar la renuncia de quien representaba a la empresa en la
provincia de Córdoba. La negociación llevaba su buena media hora cuando comencé
a pensar que esa posición que quedaba vacante era mi oportunidad buscada.
Quince minutos antes de las seis de la tarde, hora en la que cerraba el correo,
acompañé al renunciante a enviar el telegrama. Llevaba conmigo el cheque por el
valor pactado, el que le entregué a las 17.55 hs, cuando firmo y entregó el
telegrama al empleado del correo.
Volví a mi
oficina. En menos de un minuto guardé todo lo que tenía sobre mi escritorio y
salí rápidamente rumbo a casa. Me llevó diez minutos explicarle a mi esposa la
idea y nos llevó nada, a ambos, decidir el cambio.
El día
siguiente a las ocho de la mañana, estaba esperando al dueño de la empresa, mi
jefe en el organigrama, para comentarle mi proyecto. Logré sorprenderlo con el
cambio y la renuncia a una carrera laboral hasta ese momento por demás exitosa.
Pasaría de ser directivo de una empresa con setecientos empleados, con
múltiples responsabilidades, a ser Viajante. Su primera reacción fue dudar
sobre la sensatez de la decisión. Unos minutos más tarde me felicitaba por el
coraje de emprender una nueva vida y daba su bendición al cambio.
Debo
reconocer que mi decisión tenía dos fuerzas motrices. Por un lado la concreción
del proyecto de migración a las sierras y por otro el liberarme de la fenomenal
presión que conllevaba mis responsabilidades en la empresa.
Tomamos la
decisión el 30 de marzo de 1993. El 2 de abril volaba de Buenos Aires a Córdoba
para comenzar con mis nuevas actividades.
-o-
El Yalekó
tenía dos dormitorios, dependencias y garaje, sobre dos mil metros cuadrados de
parque serrano. Una amplia galería circundaba parte del frente y un lateral. Con
todo, era muy reducida comparada con nuestra casa de cuatro dormitorios en la
que vivíamos hasta ese momento.
Fue
entonces, creo hoy, cuando se produjo mi encantamiento con la casa. Dedicaba
mucho tiempo a pensar cómo evolucionaría con el tiempo. Tal como lo harían mis
hijos o yo mismo. La casa tenía identidad, carácter, vida.
Dos años más
tarde las ideas generadas durante tantas horas dedicadas a concebir su
desarrollo se convirtieron, reforma de por medio, en una ampliación del Yalekó.
Así sin variar su estilo, su carácter se consolidó. Se agregó un gran
dormitorio con su baño, una oficina para mis actividades y una sala de juegos
que accede a un nivel inferior donde se construyó la pileta. Agrandada y
refuncionalizada, satisfacía las necesidades de un matrimonio con tres hijos.
Pasó a ser
otro Yalekó pero mantuvo su carácter. Fue como pasar de la infancia a la
adolescencia.
Siento como
si fuera un integrante más de la familia. Como si fuera la gran madre de la
familia.
-o-
Quince años
más tarde, un mayor desahogo económico me permitió concretar lo que creo es la
etapa definitiva en su crecimiento. Horas de dibujo y proyecto detallado, me
llevaron a incorporar la galería al ambiente principal de la casa. Ventanas de
proporciones áuricas, cerramiento perimetral que dan una continuidad al estilo
del frente, le dan un carácter maduro pero que deja ver los rasgos de su
infancia en los años cincuenta. Hoy la casa es parte de la familia. Vivir en el
Yalekó me hace percibir la continuidad de mi vida desde mi infancia. Con el
Yalekó tenemos una relación de vida. Aquí confluyen recuerdos de mi infancia,
de nuestros primeros años de matrimonio, de la infancia de mis hijos con las
vivencias del comienzo de mi senectud. Somos compañeros. Tenemos un pacto de
convivencia. Haber nacido casi simultáneamente y siendo generados ambos por mis
padres, nos emparenta genéticamente. Pasa el tiempo y voy conociendo su
carácter y su identidad.
Julio 2011